Atravieso una y otra vez la tempestad que humilla mi reflejo. Rebusco excusas entre los cubos de desgarros, pero no encuentro más que espejismos apagándose linealmente.
Me gusta largarme por los cerros de Úbeda, sin mas compañía que la triste cornisa grisácea que me observa al acecho.
Dejar que corra el aire entre el mundo y mi alma, para que la libertad abrume dicha cifra de pensamientos incoherentes. Oscurece, aún asó lo veo claro.
Un carro de fuego desciende en picado, sobreexplotando mi desventura; El rojo sol desdobla noventa grados, situándose en mi paralelo. Nubes evolutivas serpentean alrededor de mis lagunas mentales, instalándose sin pedir permiso, segregando sensación de añoranza desvirgada.
Tan sólo son chaparrones, que me pillan por sorpresa, sin paraguas, esclavos pasajeros del azar incandescente.
Cometas sin motor, atraídos por una fuerza gravitacional descomunal, recordándome el aroma de los días venideros.
Entonces lo vi, una flama al fondo del túnel, que se apagaba apaciguadamente, sin resistencia, tras una prisión sin rejas, obstaculizada por desplantes e ignorancia. Supestamente se trataba de mi corazón, convirtiéndose en roca caliza, para siempre... O al menos hasta que algo logre que salte nuevamente su chispa... Mientras eso ocurre, yace muerto tras su lápida torácica.
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