Las noches que llego
a casa, después de duras jornadas de trabajo… Te encuentro casi
completamente dormida, excepto esa pequeña parte de ti que procura
resistir para regalarme la templanza de uno de esos besos de buenas
noches, que tan solo tu sabes propiciarme.
Aprovecho para
deshojarte en halagos, acabando por quedar rendida ante el zenit de
nuestro balcón de estrellas, mientras ese cielo ni siquiera
pestañea.
Me quedo a
observarte un ligero ratito, mientras tu quietud me enamora más y
más.
No cambiaría
ninguno de los rincones que atesora tu cuerpo, por absolutamente
ningún lugar del mundo; Tampoco canjearía el inimaginable precio de
tu corazón, por cualquiera de las mayores riquezas del mundo.
Quizás te gusta
hacerte la dormida para escuchar todos los pensamientos que emito en
voz alta; Alomejor yo los digo porque sé que me escuchas con
disimulo...Pero sólo veo que sonríes…
También podría ser
que sueñes con algo que provoque esa sonrisa inconsciente en tu
rostro, aunque lo veo menos probable, eres demasiado previsible en
ocasiones como esta.
Antes de cerrar los
ojos, toca llevar a cabo nuestra postura favorita; La Cuchara. Donde
te abrazo por la cintura, apegando mi pecho contra tu espalda,
provocando en ti un ligero gesto de comodidad, alentado por la
suficiente suavidad para no despertarte. Y echo el telón a mis
párpados, entre nuestras sábanas de terciopelo, fieles testigos, de
que por momentos como este, tan simples y a la vez tan complejos,
merece la pena la dureza del día a día, en cuyo último tramo,
vislumbro mi recompensa: Tú.
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