Pasé por allí,
casi sin querer, me dejé caer por la avenida de algunas costumbres,
con cautela, con mi mirada sigilosa cazando la fidelidad de la puesta
en escena.
Esa anciana
costurera, con la ventana de par en par, aprovechando las últimas
gotas de luz, haciendo posible la dificultosa faena.
Ese pobre perrito,
con sus inadvertidos ojos, cubiertos por un enorme flequillo, que su
dueña no entiende que es mejor recortar.
El trío de críos
jugando a la pelota en la puerta del típico abuelo gruñón, aunque
más bien parecían practicar lucha libre, había más contacto
físico que golpeo al balón…
Luces rojas de
vehículos empastando con el cielo, que se vuelca color melocotón
allá por donde la vista termina por perderse.
Algo tiene de
especial aquél veterano caminante con tres piernas, pues le es
necesario su desgastado bastón de madera de caoba; Quizás su
infinidad de historias cargan su peso…
Hay quienes tienen
la irreemplazable compañía de una mascota para esquivar la soledad
en su último viaje; Quienes vienen de colorear con el aroma de la
rosa y el clavel, el hogar de un querido habitante lejano.
Luego están los que
van con prisa, comiéndose el tiempo...Y los que no desean llegar a
casa porque la sinfonía del tiempo se los come lentamente.
Se cruzan padre e
hijo,corriendo juntos mientras se parten de risa. Luego el pequeño
pronuncia la palabra mágica, capaz de enternecer el corazón de un
padre...y de cualquiera: “Cuanto te quiero papá”. Pero se rompe
el momento porque un par de zagales de barrio van pregonando cómo se
van a dejar el flequillo de largo…
Y los parques
abandonados a su suerte, por culpa de los videojuegos… Y cosas así
a las que suelo prestar atención, en este barrio lleno de historias
en milésimas de segundo.
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