Aquél
autobús donde me hallaba, era tan vacío y solitario, que la
tristeza irremediablemente se apoderaba de mi persona, sin ni
siquiera quererlo.
Era
tan sumamente fuerte, que dolía mucho más que cualquier dolor
externo que me atizara con toda su rudeza.
Me
subí agotado, exhausto, harto de no hallar aunque fuese mi pequeño
lugar en el mundo, con ansias de encontrar algo hecho a mi medida.
Tenía
todo el tiempo del mundo entre parada y parada, para pensar bien
aquello que quería hacer con mi vida, el lugar donde bajarme, pero
siempre permanecía montado, con el temor de si al bajarme, el daño
sería mayor incluso que la más cruel soledad, la cuál no me
dañaba, simplemente me acompañaba.
Puesto
que me limité a no bajar, decidí esperar si alguien subía para
otorgarme el cariño y compañía que tan desesperadamente pedía a
gritos silenciosos.
Miles
de paisajes hacían acto de presencia ante el ventanal; Llanuras
colmadas de hierba verde esperanza, donde el sol mostraba su reinado
en un cielo azul inmenso, cuyo final jamás nadie ha podido
describir.
Bosques
viejos emitiendo melancolía y nostalgia, donde la oscuridad se hacía
fuerte cuanto más profundo miraba.
Campos
de flores que completaban banderas dichosas para los ojos que
teníamos la suerte de poder contemplarlas, allí en la lejanía
donde miles de ejércitos de insectos batallaban en su polinización.
Noches
transparentes, capitaneadas por una luna llena, líder de un comando
de estrellas, encargadas de embellecer la oscuridad cuando todo
permanece en silencio y perfecta quietud.
No
todo era tan malo, se podía observar tanta belleza en mi entorno,
capaz de calmarme un momento, pero no bastaba, no era lo que
necesitaba para ser feliz.
A
veces, no se si eran sueños, pues despertaba rápidamente, sin estar
seguro de lo que era real o imaginario. Dicha belleza dentro de un
alma triste, podía parecer surreal, pero prefería no cuestionarme
nada en ese momento, pues me llevaría a mas problemas sin solución.
Encerrado
en un autobús sin pasajeros ni conductor, sin rumbo fijo, sin prisa,
sin metas, esperando quizás alguna señal que me devolviese la vida.
La
primera estación mostraba muchas personas realizando actos de buena
fe, sin que otras valorasen lo que hacían, mostrándose indiferentes
ante ello. Sin embargo eran tan nobles, que no les importaba, pues no
necesitaban de la aprobación ni gratitud de nadie, para estar
felices consigo mismas.
Después
el paisaje se tornaba castaño y cobrizo, sobre una carretera de
hojarasca, reflejo de unas arboledas desnudas, que también parecían
llorar en silencio.
De
pronto el autobús se detuvo en una estación. Aquella parada era aún
más fría si cabe que las anteriores, los cristales del autobús se
empañaban, impidiéndome observar detalladamente lo que pasaba
fuera. Solo alcanzaba a ver dos jóvenes espalda con espalda, que
mostraban su odio exterior, aunque por dentro se amaban. Uno tomaba
un rumbo, la otra elegía el contrario, a pesar de desear correr uno
al lado del otro.
¿Era
tan difícil perdonar errores o aceptar diferencias? Lo más
importante era el amor, pero se notaba que a veces no es lo más
fuerte, si no que su rival más arrollador era el orgullo.
Se
reanudaba la marcha lentamente entre un mar de lluvia, que envolvía
mi
memoria
en miles de pensamientos de lo que me gustaría que fuese y no sería.
Recordaba
fotogramas de segundo, como si recopilase fragmentos en mi cabeza,
tratando de crear la película de mi vida, pero al llegar a un punto,
no podía seguir, pues todo se hallaba estancado, como si fuese fango
dentro de un lago cristalino.
Hacía
frío, mi manta, que tantas lágrimas había secado, era el único
cobijo que me quedaba. Esta pesadilla no parecía finalizar, ni el
autobús quedarse sin combustible, quizás porque yo no quería que
eso ocurriese.
Los
restos de una tarde de niebla mostraban su cara tétrica, hasta
llegar a la siguiente estación, donde todos y cada uno de los que
allí se hallaban, se sonreían los unos a los otros, pero al darse
la vuelta, retorcían el gesto falsamente.
¿Cómo
bajarse en alguno de esos lugares? Quizás era mejor la soledad, que
las duras versiones que me ofrecían las personas en la vida.
Era
tan difícil ser yo mismo, que tenía que pasar por humillaciones y
desprecios, pero jamás me planteaba ser como el resto quería que
fuese. Pues no se puede satisfacer a todo el mundo en esta aventura
que es la vida.
Y
si no te comportabas tal y como eras, no serías la persona que
elegías ser.
Poco
a poco iba comprendiendo cosas. Debía ser fuerte, marcar la
diferencia, resistir ante cualquier dificultad, igual que la rosa de
la estación en la que más tarde estaba, que yacía con su máximo
esplendor, mientras el resto estaba cubierto por centímetros de
nieve.
El
tiempo realizaba su mejor marca, corría rápido como nunca, sin
embargo el viaje se hacía eterno. No soportaba ni un segundo más la
espera.
La
penúltima estación del tramo parecía un desierto. Esta vez la
calor y la sequedad de su envoltorio, provocaban ganas de salir
corriendo.
Un
anciano allí descalzo, con viejos y rasgados ropajes, era
contrastado con un flamante ramo de flores que sujetaba fuertemente,
apretando el gesto, como si su vida se centrara en protegerlo.
¿Esperaría a alguien? Seguramente a su amada, pues su lágrima
rodando mejilla abajo sólo podía indicar eso.
En
ese momento tuve curiosidad por bajar e ir a preguntarle, pero
supongo que hay cosas que es mejor dejar que se batallen sólo en las
mentes de quienes las padecen, para que pudieran superarse por sí
mismas.
Kilómetros
avanzaban sin tregua, pero pensaba que ese viaje estaba logrando que
aprendiese cosas, sin despegarme del cristal.
Una
estampa maravillosa, como sacada de un documental de los mejores
paisajes del mundo, hacía acto de presencia; Montañas, ricas en
altura, bañadas por un arco iris que nada más que mostrando su
medio arco, parecía perfecto.
Los
ríos fluían lentamente, acariciando el terreno por donde pasaban,
reflejando el viento que los adormecía suavemente.
Ver
tantas cosas lindas, empezó a hacerme entrar en razón. Comencé a
darme cuenta de que había muchísimas cosas que merecían la pena,
tanto que empecé a disfrutar del viaje, olvidando que quedaba una
última parada. No siempre podía tener lo que anhelaba, pero si
conformarme con otras cosas.
El
atardecer empezaba a pasearse a sus anchas, el viejo sol, empezaba a
dar señales de sueño, dejando un precioso color entre girones de
nubes blancas.
La
última estación parecía solitaria, pero curiosamente bella.
Cubierta
por un tejado de madera barnizada, rústico, con unos bancos donde
los últimos rayos de sol, le daban un tono romántico y acogedor.
Para
mi sorpresa, había una chica, con lentes, melena dorada y ojos que
cambiaban según la posición donde los mirases, ojos que expresaban
tanto sin
pronunciar
nada. Seguramente eso fuese otro sueño, pues tanta belleza no podía
estar tan lejos...
Mis
ganas de querer bajar a charlar con ella eran mayores a cualquier
otras veces, pero el miedo me retuvo. Pero cuál fue mi sorpresa, que
aquella chica, agarró su maleta y se montó en el autobús.
No
me estaba creyendo lo que ocurría, mucho menos que me mirase
dulcemente, me mostrase la mejor sonrisa que había visto jamás,
para después sentarse junto a mí.
En
ese momento cualquier palabra hubiese sobrado. Lo que si aprendí fue
lo siguiente:
Cuando
aprendes a valorar lo que tienes, a confiar y creer en ti mismo, a
aceptarte tal como eres, a quererte, sólo entonces te llegan las
cosas buenas de la vida. Y no importa que lleguen al final, en la
última estación. Lo verdaderamente importante es que lleguen a tu
vida. Pero antes has de aprender, a darte cuenta de muchas cosas, a
perdonarte, a conocerte a ti mismo.
Sin
más equipaje que aquella maleta vacía de la chica, poco a poco el
cauce de dos almas fue uniéndose, llenándose de amor, felicidad,
cariño, respeto y una lista interminable de aquellas cosas que iba
buscando.
Cada
estación era una prueba para conocer quién era yo realmente, con la
finalidad de entender y encontrar mi destino al final.
Comprendí
que mereció la pena el viaje, por eso ahora me encanta viajar.
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