Aquella noche murmuraba el viento entre los edificios colgantes, envueltos por una tiznada inocencia mancillada por una cruel pantomima.
En el retablo de un callejón diminuto residía un alma pálida como una gigante fachada blanca.
Errante, sin salida, durmiendo entre cajitas de cartón deshechadas por la tienda de juguetes situada en la esquina, apoyada contra un muro de ladrillo estropeado.
Lamentos irradiaban el frescor otoñal, partiendo el silencio, inadvertidos ante aquellos que cruzaban el umbral de dicha rúa.
Cabizbaja, herida por un corazón indomable, oculta en la profunda adebacle de sus días.
Presa, arrastrada por la muerte sin sombra, esperando el flaquear de sus últimas fuerzas.
Al raso inmaculado, únicamente se protegía con una mantita de franela fabricada por unas manos expertas que no hacía mucho la acunaban contra su pecho.
Disimuladamente, la madrugada arreciaba tremenda helada, entretanto echaba de menos aquél perrito adorable, cuyo destino cruel se envenenó de cielo precoz.
Nada es lo que le quedaba, excepto aquél medallón plateado, regalo de un héroe que durante décadas salvaguardó su vida, atesorando en su interior, una foto sepia inolvidable...
La luna caminaba lentamente, jugando al escondite entre balcones, pisos de muchas plantas, vacilando belleza...
Entre todo y nada, aquella pequeña y frágil llama levitó, abandonando un cuerpo aborrecido por la voracidad del tiempo.
Nadie echaría de menos aquella pobre anciana soñadora, viuda, deshauciada, fiel incluso hasta después de la muerte, tratada como si su presencia no valiese un jodido real.
Sólamante la naturaleza, testigo de tan mísera pérdida, invocó las nubes, para que llorase el cielo, ante tanta tristeza, archivada en pequeñísimo relato digno de contar, para demostrar que la vida de un anciano vale tanto como las demás. No abandones, no dejes sólo a nadie, como en aquella noche fría, donde los edificios emitían quejidos, las paredes arañaban, la ternura desaparecía...
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