A ciento veinte metros de la meta, mi rodilla me detuvo, rompiendo mi silencio interior, con un espantoso quejido.
Caí absorto en el asfalto arcilloso, dinamitado ante el dolor que trillaba mis cinco sentidos.
Había tenido el primer puesto de la carrera al alcance de mis enormes zancadas, pero en una milésima de segundo se había esfumado.
Consciente de lo que había pasado, abrí los ojos, golpeados por miles de flashes de cámaras arreciando como tormenta lumínica, entendiendo que mi sueño se disiparía después de aquél día.
Los gritos de la marea de público despertaban mi mente, tan fuerte que ordenó a mi cuerpo levantarse, ponerse en pie, en un tremendo esfuerzo, una batalla interna durísima.
De pronto se hizo el silencio, ante las miradas atónitas de un estadio acallado por un simple corredor. ¿Quién dijo que una persona no puede marcar la diferencia?
El tiempo recuperó su orden original; A pesar del dolor arranqué a trotar, sólo eran unos metros, los cuáles me llevarían a la mayor victoria de mi carrera.
La multitud coreaba mi nombre, animaban mi desánimo, opacando mis gritos de dolor divisando la línea de meta; Esfuerzo, sudor, lágrimas, fe en mí mismo.
Pisé, llegué al final, la línea de cal me envolvió en triunfo, sonreí. Llegué el último, minutos tarde, pero lo logré, conseguí levantarme de la mayor caída de mi vida, alcancé mi mayor victoria, mientras otros hubieran permanecido en el suelo rendidos.
Jamás volví a correr; Rotura de ligamentos de la rodilla izquierda, pero aquél día quedará para la historia del atletismo mundial. 120 metros de Gloria. Nunca hay que tirar la toalla.
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