El cielo era mi más sincero amigo, un eterno aliado, mi
poster particular, que tenía la facilidad de cambiar conforme iba avanzando.
Unas veces gris y opaco, otras azul y cristalino. Pero siempre inigualable.
Era tan inmenso como el mar, pero con aire en vez de
agua. Y con un abanico de colores inagotable.
Cuando la lluvia se dejaba caer, interrumpida por algún
persistente rayo de sol, aparecía ese tobogán con siete colores tan
impresionante, jamás había visto nada igual.
Llenaba mucho más el mundo divisándolo desde arriba, que
desde cualquier otro punto. Te sentías como el dueño de algo, como pájaro
libre, pequeño ante tanta grandeza. La panorámica con la que te recreabas desde
las alturas ayudaba a verlo todo más fácil, más espectacular, más pequeño, como
si las personas fuesen hormiguitas y tu un poderoso gigante.
Mi misión era simple: Era piloto de control de incendios,
siempre manteniendo mi territorio a salvo de cualquier indicio de fuego.
Por supuesto de extinguirlos en caso de que se
produjesen. Aunque luego las tareas eran muchas más de las que abarcaba esa especialidad.
Frecuentemente volaba en torno a cuatro horas al día; El
resto de la jornada la pasaba eliminando elementos peligrosos para el bosque,
como por ejemplo, cristales de botellas, bolsas de plástico, cualquier objeto
que pudiese provocar chispa en el matojo.
Normalmente, la mayoría de los días pasaban sin
complicaciones, pero cuando las había, eran un auténtico quebradero de cabeza.
No sólo te jugabas tu integridad, sino la de hectáreas de
naturaleza y posibles personas que se vieran inmersas en algún foco de fuego.
Me había enfrentado, según mis diarios, a tres incendios
graves y una veintena fáciles de controlar.
En solamente un año que llevaba dedicándome a ello.
Disponía de una pequeña cabaña donde llevar un control de
todo lo que hacía, con disponibilidad de mapas para trazar rumbos y asignar
rutas para cada jornada de la semana.
Conocer la zona ayudaba a facilitarme muchísimo la labor,
por eso, incluso en mis horas libres, aprovechaba mis paseos para memorizar el
entorno.
El único punto negativo de este trabajo era la soledad,
ya que de martes a domingo, tenía que permanecer en este lugar sin entablar
conversación con nadie, hasta para dormir. Mi único día de descanso era el
lunes, pero solía quedarme en el lugar, ya que tampoco tenía un hogar más allá
de mi empleo.
Los cielos morados de la noche, que se postraban ante mis
ojos en aquella zona del bosque, parecían sacados de una película de ciencia
ficción, o un irreal retoque de photoshop. Esa estampa sí que no era capaz de
memorizarla, pues era totalmente aleatoria cada noche. Un lienzo cambiante.
Mi única compañía era una radio vieja para usar en caso
de problemas, una litera oxidada, una mesa de trabajo, provisiones, diarios y
bolígrafos para relatar mis historias. Y sobre todo mi avioneta ligera con la
que me elevaba por encima de las nubes.
El paisaje cargado de pinares, lagos, ríos de aguas
mansas, era la perfecta monotonía para relajarse al finalizar la jornada.
Al final acababas por adorar tu trabajo, pero siempre
querrías algo más. Un poquito de libertad para acabar con esa rutina tan
predecible. Acabar con esa soledad que a veces hacía sentirme desprotegido.
Pero vayamos al punto donde esa rutina se desvió por
completo de la normalidad. Cuando menos me lo esperaba, el rumbo de mi vida dio
un giro.
Fue el azar el que apostó por mi vida, cuando una mañana
de niebla sobrevolaba la parte noreste de mi territorio. La visibilidad era prácticamente
nula, pero todo parecía marchar tranquilamente.
De pronto, en una fracción de segundo, algo quebró esa normalidad.
El miedo congeló hasta mi alma cuando me di cuenta que el
motor estaba dañado y caía en picado. No estaba a demasiada altura, pero sí la
suficiente para no contarlo, ya que la velocidad era muy elevada.
Tan solo en unos segundos, toda mi corta vida se paseó frente al cristal de la avioneta; No me dio tiempo a nada, ni siquiera a
reaccionar. Simplemente creí que todo acabaría en ese momento.
Cuando me quise dar cuenta, me hallaba en el suelo,
frente a un maizal, alterado y dolorido. Intimidado por un fuerte zumbido de
oídos, pero había logrado sobrevivir, o eso parecía.
Vi un rostro de una mujer gritando, corriendo hacia mí.
No lograba escuchar las palabras que manaban de su boca…
La visión me resultaba algo borrosa, pero sí alcancé a
reconocer un cabello rizado con un brillo de ojos más bonito aún más si cabe,
que el mismo cielo.
Parecía un ángel acudiendo en mi ayuda, pues iba vestida
de blanco celestial…De pronto me desmayé porque no recordaba nada más.