Como cada año, sobre las 19.30, salías del café en
dirección a tu casa, para finalizar el año rodeada de tu familia.
Sobre tu vestido negro de encaje destacaba un fino collar
dorado al cuello. Tus labios iban vestidos de un carmín intenso que impactaba
mis retinas más si cabe que el mismísimo sol. Tus ojos descargaban adrenalina
sobre la marea de personas que se acumulaban en la calle.
Y tu caminar andaba un poco mareado debido a la enorme
aguja de tus tacones.
Pero he de evitar vivir esta escena cada 31, pues han
pasado unos cuantos años y tú ni si quiera te fijas en mí, quizás porque
permanezco encerrado detrás de una apariencia que no llama la atención. O quizás
es mi culpa por no decidirme a presentarme.
De una forma u otra sé que prometeré no volver a
esperarte el año que viene, apostado de pié sobre la base de esta estúpida
farola, llueva o haga sol. Pero sé que no podré cumplirlo.
Mi colección de tus vestidos, tus peinados, tus ojos
penetrantes, tu manera de caminar, tu arcoíris labial, tus sonrisas mientras
llegas a casa… son lo único que tengo.
Y es que a veces, las personas nos enamoramos de
misteriosas formas, que al igual que hago yo, mantenemos en secreto.
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